domingo, 7 de enero de 2018

UTOPIAS DISPONIBLES: LA MÍA, EUROPA

No creo que nadie pueda dudar a estas alturas que la independencia de Catalunya – más allá de las incertidumbres y nubarrones que pesan hoy sobre el escenario- se ha convertido en una reivindicación de éxito y el independentismo catalán en el movimiento social más importante de Europa en los inicios del siglo XXI.

Como sucede con todos los fenómenos sociales importantes se trata de una realidad muy compleja, que responde a factores muy diversos y complementarios entre sí. Para analizarlo y comprenderlo no sirven ni los simplismos ni los estereotipos al uso. Y sobran los fundamentalismos de todo tipo.

Desde hace tiempo vengo sosteniendo que el independentismo catalán además de otras causas y factores desencadenantes tiene mucho de respuesta local a una crisis global. La provocada en nuestras sociedades por una globalización sin reglas, derechos ni contrapesos sociales que ha golpeado a los estados nacionales y a su soberanía política. Y que ha sumido a la ciudadanía en un estado de desconcierto en relación al presente e inseguridad respecto al futuro.

En este contexto de debilidad de las sociedades frente a los mercados globales, cada comunidad política ha reaccionado buscando respuestas, casi siempre simples y simplistas, a problemas muy complejos. Basta dar una mirada a como han reaccionado los diferentes países europeos en los últimos años. Y no solo me refiero al Brexit.

En el caso de Catalunya esta respuesta ha sido la reivindicación de independencia, que ha venido a ocupar el espacio político abandonado por el conflicto social. Durante el siglo XX la “lucha de clases” en sus diferentes modalidades y expresiones del conflicto social actuó como el eje sobre el que se articularon las sociedades y la política.

Ante la pérdida de centralidad del conflicto social y de las utopías que se construyeron durante el siglo XX, una parte importante de la sociedad catalana, para responder a esta orfandad y para recuperar la “seguridad” perdida, se ha refugiado en la “única utopía disponible”. Así ha calificado  la socióloga Marina Subirats al independentismo.

Respetando, por supuesto, la legitimidad de la independencia como opción e incluso admirando su capacidad movilizadora, discrepo sobre su caracterización de utopía disponible. Mi opinión es que más bien se trata de una distopía, en la medida que puede provocar el efecto contrario al que persigue. Sobre todo porque pretende construir el futuro a partir de realidades propias del pasado, los estados nacionales. Ciertamente nada aparece y desaparece de golpe, todo es mas lento y complejo, pero la tendencia parece hoy evidente e irreversible.

Para hacer frente al poder casi absoluto de los mercados globales lo que necesitamos no son más estados nacionales. Cada frontera nacional es hoy una oportunidad de “dumping” laboral, social, fiscal de los mercados y las grandes transnacionales. Aceptando que no es fácil deconstruir las fronteras levantadas por los actuales estados nacionales en los dos últimos siglos, el futuro no puede pasar por construir nuevas fronteras que ofrezcan más oportunidades de dumping social a los mercados globales.

En los siglos XIX y XX las fronteras tuvieron como función reforzar las soberanías nacionales, sobre todo para proteger el desarrollo de las burguesías locales y sus negocios. Hoy las fronteras políticas, sin fronteras económicas, refuerzan el poder de los mercados globales y el capitalismo transnacional hegemonizado por el capital financiero.

Quizás ha llegado el momento de que nos planteemos una nueva utopía para el siglo XXI y la hagamos creíble y por tanto disponible para la sociedad. La mía es la utopía europea. Soy consciente que aún es muy débil, sobre todo si se la compara con las utopías nacionales que tiene detrás suyo un “demos” potente y una historia compartida e intensa.

Frente al desconcierto siempre es más fácil buscar refugio y encontrar sensación de seguridad en aquello conocido que en lo que aún está por construir, incluso aún esta por imaginar.

No es la primera vez que eso sucede en la historia. De hecho este reto se le ha presentado a la humanidad cada vez que se han producido grandes cambios de época y este lo es. Estaría bien recordar que las primeras reacciones sociales ante el impacto de una industrialización que, como ahora la globalización, provocó un aumento brutal de las desigualdades, fue mirar y refugiarse en el pasado. Y que debieron pasar muchos años para acuñar y consolidar respuestas útiles. Así pues, nada nuevo bajo el sol.

Soy consciente que cuesta ver en Europa una utopía disponible, sobre todo si solo ponemos las luces cortas. Especialmente ante los esfuerzos que hacen los estados nacionales y sus tecnocracias para responsabilizar de todos nuestros males a una realidad, hoy políticamente irresponsable, como Europa. Cuando en verdad se trata de las consecuencias de decisiones y políticas adoptadas en los espacios intergubernamentales construidos por los propios estados nacionales.


Quizás ha llegado el momento de poner las luces largas que nos permitan ver un poco más allá de nuestras propias narices. Si lo hacemos, igual seremos capaces de construir la utopía disponible para el siglo XXI. Cuanto más tardemos en ponernos en marcha, más tiempo estaremos sometidos al aplastante dominio de los mercados globales y a la falsa ilusión de combatirlos con respuestas del pasado. 

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