martes, 31 de enero de 2017

EL TRABAJO Y LA NUEVA POLÍTICA


A lo largo de la historia, el trabajo, en sus diferentes formas, ha sido un factor determinante en la organización social y política de las sociedades.

Desde el esclavismo hasta el trabajo asalariado de los obreros, el trabajo ha sido el eje sobre el que se han articulado formas de producción, relaciones sociales, estructuras de poder, ideologías.

De los conflictos sociales provocados por la explotación de las personas trabajadoras y de su articulación política han nacido algunas de las fuerzas más importantes y la energía social necesaria para generar grandes cambios sociales. No hace falta ser un marxista convencido para compartir esta lectura de la historia.

En la configuración económica, social y política de las sociedades, el trabajo ha compartido protagonismo con la tecnología, su uso, control y transformación. Desde el más remoto descubrimiento del fuego hasta la más reciente nano-tecnología, pasando por el uso del arado pesado, esa “nueva tecnología”,que en los inicios del segundo milenio y en las tierras de Centroeuropa permitió aumentar la productividad del trabajo agrícola, posibilitó la acumulación de capital necesaria para impulsar el mercantilismo y actuó de simiente de nuevas relaciones sociales de aquel momento.

La interacción dialéctica entre tecnología, formas de trabajo, estructuras sociales y superestructura política es un potente hilo conductor de la historia que, si bien no se repite nunca, sí tiene unas pautas comunes de comportamiento. Y una de ellas es el protagonismo del trabajo como factor determinante para la articulación social y política de la sociedad.


La lucha contra las diferentes formas de explotación del trabajo, esclavismo, colonato, servidumbre, trabajo asalariado, ha estado siempre en el origen de las grandes revoluciones sociales y de los grandes cambios políticos, compartiendo protagonismo con las luchas por los derechos civiles

Por eso sorprende comprobar cómo el trabajo como categoría social ha desparecido, o mejor dicho, nunca ha existido en los nuevos proyectos políticosque, según sus impulsores, están llamados a sustituir a la vieja política.

El trabajo y el conflicto social a él asociado, las formas de organización social de las personas trabajadoras y sus expresiones políticas no juegan ningún papel en el relato de los movimientos sociales y las fuerzas políticas emergentes.

La pobreza, sus consecuencias humanas, las desigualdades sociales, son realidades muy presentes en el discurso de la nueva política, que bien puede ser compartido por muchas otras opciones. Pero no así el trabajo ni el conflicto social que le es inherente, ni en sus formas tradicionales de trabajo asalariado ni en las emergentes, aún por caracterizar y catalogar de manera clara.

No soy capaz de afirmar que estemos ante una gran anomalía histórica, porque tengo la convicción que los grandes momentos de cambio de época, y este es uno de ellos, son también momentos de gran desconcierto, tanto en la comprensión de lo que está pasando como en las respuestas a darle.

Baste leer los primeros capítulos de “La formación de la clase obrera en Inglaterra” de  Thompsonpara comprobar el grado de desconcierto de las primeras reacciones frente a las consecuencias de la industrialización salvaje de aquellos tiempos. O prestar atención a los episodios de quema de fábricas del ludismo, por mucho que el entrañable Eric Hobsbawm lo caracterizara, de manera un tanto bondadosa, como formas incipientes de negociación colectiva. “Negociación colectiva por medios de disturbio”, creo que fue el nombre que les puso.

Pero que no estemos ante una excepción histórica no significa que la ausencia del trabajo y del conflicto social, en el relato y en el marco mental de la nueva política, no sea motivo de preocupación. Y a mi entender, constituye un mal presagio de su capacidad de ser una alternativa social y política.

En el intento de explicar las razones profundas de este gran olvido, me aparecen algunas intuiciones que pudieran explicar, al menos parcialmente, este vacío. Aunque intuyo que las causas pueden ser más amplias, diversas y complejas.

Es posible que en el origen de este boquete ideológico de la nueva política nos encontremos con la pérdida de centralidad del trabajo asalariadotal como lo hemos conocido en la época del industrialismo. Una pérdida de centralidad que afecta también a la centralidad del sujeto histórico de la clase obrera y a la categoría social de trabajador. La fuerza y la hegemonía ideológica del concepto dominante de “clases medias” es la mayor prueba de ello.

Esta pérdida de centralidad del trabajo afecta sin duda a la centralidad de las organizaciones sociales que han articulado durante dos siglos el trabajo, los sindicatos, y también a sus expresiones políticas.

Hay otro factor no menos importante: las personas que dirigen hoy estas nuevas expresiones políticas no se han socializado en el trabajo. Para ellas, el trabajo asalariado no es una realidad conocida, y mucho menos experimentada. Sus historias, en muchos casos, preñadas de lucha social, no lo han sido en el epicentro del conflicto entre capital y trabajo propio del siglo XX, las empresas. Y de la misma manera que las condiciones materiales determinan la conciencia, las experiencias vitales determinan también la manera en que cada uno se aproxima a la realidad.

No hay duda que el trabajo asalariado ha perdido peso en la estructuración de las relaciones sociales, que muchas de las formas de trabajo actual no encajan en las categorías estrechas que generó el taylorismo, que muchas de las personas que hoy trabajan lo hacen fuera de estas lógicas. Y que, en consecuencia, la capacidad de agregar intereses, fraternidad y alternativas de las organizaciones sindicales, se ha debilitado.  

Pero conviene no olvidar que hoy en España hay 22,7 millones de trabajadores (3,7 m en Cataluña), de los cuales 18,5m están ocupados (3,2m en Cataluña). En su mayoría, trabajadores asalariados.

Harían bien las fuerzas políticas que pretenden la hegemonía ideológica en estas primeras décadas del siglo XXI en no abandonar el trabajo y el conflicto social como uno de los ejes fundamentales de su relato político. Y sobre todo, no verlo como algo del pasado, de lo antiguo.

Hoy existe un riesgo grave de substituir el conflicto entre clases en conflictos intra-clase. La intencionada utilización de la inmigración como arma política es un buen ejemplo de ello. La fuerte precarización de las condiciones de trabajo de las personas más jóvenes y la ruptura de las expectativas generadas son un caldo de cultivo propicio para hacer del conflicto intergeneracional un factor aglutinador. Y algo de eso me parece observar en algunas formulaciones políticas.

Convendría no olvidar que, con todas las rupturas que se quiera y se sea capaz de articular políticamente, otra de las enseñanzas de la historia es que existen fuertes continuidades, incluso en momentos de ruptura.

Y que en estos momentos no parece oportuno menospreciar lo que existe, cuando aún no se ha sido capaz de construir nada nuevo, ni tan siquiera una comprensión del presente o una proyección del futuro inmediato.

Todas las grandes respuestas sociales han bebido siempre de las formas de organización social pre-existentes. Baste recordar que, en sus inicios, las formas de proto-sindicalismo tenían más similitudes con los viejos gremios que con lo que hoy se conoce como sindicalismo. Ayuda mutua, sindicar y proteger intereses de colectivos unidos por una profesión están en sus orígenes.

Esta similitud alcanza también a los valores dominantes y a la ideología con la que se combatió, incluso penalmente, al sindicato.  La prohibición del sindicalismo y la negociación colectiva se sustentó en sus inicios en nombre de la libertad de comercio, en la medida que el sindicato alteraba el precio de la mercancía del trabajo libremente determinada por el mercado. Nótese que más de dos siglos después, el hilo ideológico continúa siendo el mismo.

Con esta reflexión quiero llamar la atención sobre la necesidad de encontrar un punto de equilibrio entre el conservadurismo de lo conocido y el adanismo de creer que todo comienza cada mañana.

Harán bien las fuerzas sociales y políticas emergentes en intentar comprender mejor cómo se va a articular el trabajo en el siglo XXI y, por tanto, en cómo darle articulación política. Si hacemos caso al hilo conductor de la historia –sin menospreciar sus brutales disrupciones–, es probable que se trate de una vida con menos horas de trabajo en cómputo vital, menor protagonismo del trabajo retribuido en la vida de las personas –sobre todo, si se compara con los momentos en que solo se vivía para buscar el sustento–, menor protagonismo del trabajo en los ingresos y rentas de las personas,  mayor libertad –sobre todo, si se compara con el esclavismo o la servidumbre. Y nuevas formas de organización social del trabajo y el conflicto social que, de momento, no se vislumbran.

Pero, al mismo tiempo que se intenta construir el futuro, conviene no olvidar que el presente está aún hoy dominado por el trabajo asalariado, especialmente si abrimos el zoom a nivel global. Los cambios nunca son súbitos, y la mejor manera de llegar rápido al futuro es no menospreciar el presente y saber entregar y recoger bien el testigo.

Me resulta difícil imaginar un proyecto político que no sitúe el trabajo y el conflicto social que le es inherente en el eje de su relato, de su marco mental, de su estrategia. El trabajo del futuro, también el trabajo del presente.

Además, si no lo hace la izquierda, la articulación política del trabajo la realiza la derecha, la extrema derecha, que hoy, en muchos países, está construyendo su proyecto político a partir de la manipulación del conflicto entre trabajadores –inmigración, conflictos generacionales. 

Sin dar protagonismo al trabajo y al conflicto social que le es inherente, no podremos construir una alternativa política que sea capaz de ganar la batalla, que se gana o se pierde siempre primero en el terreno de las ideas.

Creo sinceramente que esta es una de las enseñanzas que nos ofrece la historia que haríamos muy bien en no ignorar.

viernes, 20 de enero de 2017

EL TRILEMA JUNQUERAS


Una de les formulacions més atractives dels darrers temps, per la seva capacitat d'explicar amb senzillesa els reptes de la globalització, ha estat el trilema de Rodrik. Òbviament, la simplicitat amb què es planteja té riscos, com és el de caure en una anàlisi simplista d'una realitat molt complexa. Però, al meu parer, ajuda a entendre algunes de les impotències de la política avui.
El plantejament de la contradicció insalvable entre democràcia política, que a Europa comporta també democràcia social, globalització econòmica i Estat nació, que ha estat l'hàbitat en què ha fructificat l'Estat del benestar, i la impossibilitat de fer compatibles aquests tres factors en un mateix espai territorial i temporal, és la mare dels ous. I potser els ous que hem de trencar per fer una truita que es pugui menjar.
La meva opinió és que l'equilibri trencat –sempre en relatiu– entre mercats i societat, entre economia i política, no es pot recuperar en l'espai estret dels Estats nació. Que cal construir nous espais territorials que siguin l'hàbitat en què la democràcia recuperi la seva capacitat de civilitzar –sempre relativament– l'economia global.
Malauradament, les coses no pinten bé, i semblen anar en sentit contrari. El Mandarinat Xinés, el Putinat Rus, la Trumplutocràcia i els seus deixebles a Europa apunten a sortides en què allò sacrificat és la democràcia i l'Estat social en benefici del reforçament de la globalització econòmica i l'apuntalament dels Estats nació, siguin vells o nous.
En aquesta aposta compten amb la col·laboració d’àmplies capes de les societats respectives que, com passa en moments de crisi, tendeixen a buscar solucions en allò que coneixen i a rebutjar apostes que comporten riscos. Especialment, perquè aquests riscos estan molt mal repartits socialment.
Avui, a Catalunya estem davant d'un altre Trilema important. Fa referència al debat de pressupostos, però intueixo que és un Trilema que té més profunditat.
El vicepresident, Junqueras, insisteix en la possibilitat de fer compatibles l’immobilisme fiscal –negativa a la reforma fiscal–, la reducció del dèficit públic i alhora l’augment de la despesa social.
El Trilema Junqueras no sols és polític, és també econòmic, especialment en el context d'un any en el qual no s'esperen canvis a curt termini en el finançament i en el que el deute públic es pot situar prop dels 80.000 m€, la majoria en mans de l'Estat espanyol.
Es pot dir que això es resol amb un canvi d'estatus polític de Catalunya; però, de cara als pressupostos de 2017, les faves estan comptades. Els tres factors que Junqueras considera compatibles no ho són. I la prova és que ell i el Govern han hagut de triar entre dos d'aquests tres factors.
Han escollit que els pressupostos mantinguin l’immobilisme fiscal. Negació a la reforma d’IRPF, Successions i Patrimoni i a reduir el dèficit públic, a costa de sacrificar la despesa social, i per això la negativa a implantar la renda garantida de ciutadania.
El Trilema Junqueras té una altra possible solució: apostar per l'augment de la despesa social –sobre l'eix de la renda garantida de ciutadania– i per la reducció del dèficit públic, i sacrificar el seu compromís polític de mantenir l’immobilisme fiscal. O sigui, encarar una reforma fiscal en profunditat dels impostos propis i cedits.
Aquest és el nus de la qüestió dels pressupostos i l'olor que acaben fent. I esperem que l'olor no acabi sent pudor a liberalisme econòmic.
Publicat originalment a El Periódico 

lunes, 16 de enero de 2017

PACTE O INSUBMISSIÓ


Totes les definicions diverses que al llarg del temps s’han fet sobre l’Estat coincideixen en que és una estructura política que ostenta un poder de coacció sobre una comunitat humana.

El que Max Weber va anomenar “monopoli en l'ús legítim de la força física” o “monopoli de la violència” i Marx el “regne de la força dels que ostenten el poder”.
L’estat, a diferència d’altres formes d’exercici de la violència, precisa de legitimitat per imposar la seva coacció organitzada.

Com ens explicava el professor Jordi Solé Tura, en ple franquisme, la legitimitat de l’estat per exercir la coacció organitzada requereix de l’existència de llaços de pertinència, de solidaritat, en la comunitat humana en que actua l’Estat. Per això, quan aquesta solidaritat o sentit de pertinença a la comunitat s’afebleix, l’Estat perd legitimitat. És el que ha passat a Catalunya amb l’estat espanyol.

Sobre els mecanismes de legitimació de l’Estat en l’ús de la violència hi ha riuades de tinta escrita. I molt sovint realitats com el penal Guantánamo o la reacció d’Erdogan en resposta -diu ell i el seu règim- al fallit cop d’Estat a Turquia ens presenten exemples de com de manipulable és la frontera entre violència legitima i il·legítima.

En tot cas, per existir com a tal, l’Estat a més de legitimitat democràtica necessita disposar de capacitat de coacció.

I aquesta és una de les raons, la més important, de la crisi dels estats-nació en un context d’economia globalitzada, dominada pel poder del capitalisme financer. 

Els Estats-nació mantenen els atributs formals del poder, però son impotents per exercir la coacció sobre uns poders econòmics globals que actuen en uns espais territorials i temporals que s’escapen a la seva actuació.

Aquesta crisi de l’estat es manifesta de manera clara en una de les seves principals funcions, la de crear normes amb capacitat d’obligar. La incapacitat dels estats nacionals per regular de manera efectiva la vida econòmica i social ha donat lloc a un procés de degradació del dret i a la aparició de formes legislatives que podríem qualificar de mutants.
Curiosament, o no tant, quanta més dificultat tenen els Estats per regular l’economia i la societat global, més proliferen les lleis, algunes sense cap capacitat de regulació efectiva, sense força d’obligar.

En paral·lel, les societats adopten actituds de negació d’aquesta impotència i reaccionen mistificant les lleis com a solució. El resultat d’aquesta combinació entre impotència de la política i mistificació social de les lleis, és una proliferació legislativa que pretén dissimular la manca de polítiques efectives. A menys política més lleis és avui el paradigma dominant.
Això explica la proliferació de tot tipus de placebos legislatius, diferents formes mutants de lleis, que contenen de tot menys normes amb capacitat d’obligar al seu compliment. La modalitat més coneguda d’aquests placebos legislatius és el soft law, que es podria traduir com a “Dret tou”.

El soft law és un vell conegut del dret internacional i no és casualitat que sigui el seu espai natural. El Dret internacional no disposa d’un poder amb capacitat per exercir la coacció i imposar les normes que produeix. Per això és freqüent que les resolucions de les NNUU quedin en paper mullat i en sentit contrari, que accions de l´ús de la força a nivell internacional no tingui la legitimitat de cap poder democràtic.
Fa anys que el soft law va desbordar l’espai del dret internacional i està inundant les produccions legislatives de molts estats. Per exemple amb la formulació de codis de bones pràctiques que agafen l’aparença de Lleis però que no ho són.

O lleis que tenen tota l’aparença i formalitat que els son pròpies, però no tenen cap eficàcia obligatòria i a les que costa distingir de programes electorals, projectes polítics, declaracions d’intencions o plans d’acció governamental. Lleis que el llenguatge de la part dispositiva de la norma no es distingeix de l’exposició de motius o el preàmbul en el que s’exposen els objectius de la Llei.

A Espanya dos exemples molts recents son la Llei Orgànica per la igualtat efectiva entre dones i homes del 2007 i la Llei per la de l’Economia sostenible de març del 2011.
Aquest fenomen global de degradació legislativa, s’expressa a Catalunya amb més intensitat. Perquè a la crisi de l’Estat-nació que ens afecta com a poder sub-estatal s’afegeix les limitacions de la inexistència d’Estat propi i alhora la ficció de voler actuar com si ho fóssim. El resultat és que a Catalunya la proliferació de normes sense cap incidència reguladora real arriba al cim del paroxisme.

A Catalunya s’usa i abusa del soft law i fins i tot es va un pas més enllà en la creativitat de formes legislatives placebos que pretenen amagar la manca de capacitat d’obligar.
El processisme en la seva necessitat de presentar com a fàcil, ràpid i real un imaginari complex i complicat d’assolir, s’ha inventat noves modalitats legislatives que podríem qualificar com a “wish law” i “consolation law”. Lleis desitjos i lleis consolació. És la via catalana, la reacció a una doble negació, la de la crisi dels Estats nació i la de la impossibilitat de construir un nou Estat sense disposar del monopoli de la força.
Aquesta legislatura està sent prolífica en la producció de projectes de Lleis que no tenen cap dels atributs propis d’una Llei, contenir drets i obligacions amb capacitat d’ imposar el seu compliment.

Un exemple de “Wish Law” és el projecte de Llei de Reforma Horària, que expressa un objectiu no sols lloable, sinó necessari, però que xoca amb la manca de capacitat d’obligar. I no sols per la inexistència d’Estat propi, també per les dificultats de regular un fet que té dimensions humanes però també econòmiques front uns mercats i una economia globalitzada que exerceixen de facto aquesta força reguladora. Un desig, un objectiu polític, per molt digne que sigui no és una Llei.

La degradació legislativa afecta especialment a l’àmbit tributari, no en va és un dels àmbits en el que va néixer l’estat-nació i en el que més resistències ofereix a desaparèixer. Alhora és un dels espais en que es fa més evident la força reguladora de l’economia global, via dumping fiscal, que acaba buidant de força real als Estats.

Davant les limitacions competencials en matèria tributària reiterades pel Tribunal Constitucional, alguns partits proposen la “desobediència tributària”, i plantegen recuperar els impostos anul·lats pel Tribunal Constitucional. Obviant que, sense capacitat per obligar als contribuents, sense disposar del monopoli en l’ús legítim de la força física, la normativa tributaria és paper mullat.

I en un nou pas en aquest tobogan de degradació de la llei i amb ella de la política s’ha produït l’aparició del que podríem anomenar de “consolation law”.

Per tapar la negativa de JuntsPelSí a la reforma dels tram català de l’IRPF, impost de successions i donacions i impost de patrimoni, JxSI i la CUP presenten com a placebo un impost que es disfressa de “grans fortunes” i que anomenen de “bens improductius”.
Tot apunta que aquesta Llei, si alguna vegada entra en vigor, acabarà creant un impost improductiu en la seva capacitat recaptatòria i que només tindrà un efecte, netejar males consciencies per haver renunciat a fer pagar més als que més tenen per finançar polítiques socials. “Consolation law”.

En l’horitzó del 2017 ja s’ha anunciat el que podria ser el cim d’aquesta estratègia de fer lleis sense cap força d’obligar, perquè no disposen del monopoli legítim de la força. És l’anomenada Llei de Transitorietat Jurídica que tindria com objectiu diuen els seus promotors la substitució de tot l’entramat de legalitat espanyola per una nova legalitat catalana que, entre d’altres coses serviria per legitimar la celebració d’un referèndum unilateral i la posterior declaració unilateral d’independència.

Suposant, que és molt suposar, que el Parlament de Catalunya amb la seva actual composició pugui adoptar una decisió d’aquesta naturalesa – convé recordar que per reformar l’Estatut d’autonomia cal una majoria qualificada de dos terços- ens tornem a trobar de nou amb el gran obstacle. Les lleis per ser-ho de veritat i tenir algun tipus d’eficàcia necessiten darrera seu un poder amb capacitat per imposar-les per mitja de l’ús de la força.

Creure que es pot fer un RUI que tingui algun tipus d’eficàcia política o que es pot aprovar un Llei que permeti el transit, de la nit al dia, des de la legislació espanyola a la catalana, sense acord amb l’estat és negar les evidències històriques del que és un Estat. Sense disposar de la capacitat de coacció que proporciona l’ús legítim de la força propi dels Estats no és viable aquest camí, més que en un imaginari fictici en el que es belluga la política catalana des de fa ja quatre anys.

Estem un altre cop en el punt de partida d’un procés circular que va donant voltes sobre si mateix. Per provocar un canvi en l’estatus polític de Catalunya, a més de buscar la legitimitat interna que només pot donar un referèndum que sigui assumit com a tal per la immensa majoria de la ciutadania de Catalunya, cal que es produeixi una transferència del poder d’exercir la força. I això sols és possible o per mitja del pacte o d’una d’una insubmissió, d’una insurrecció – que no significa necessàriament l’ús de la violència-. El reconeixement internacional sempre ve després, a pilota passada, mai abans.

Dit així pot sonar molt fort, però és una de les evidències en les que van coincidir tots els experts que van passar per la Comissió de Procés Constituent. Totes les experiències comparades – sense excepció- confirmen que la substitució d’un poder constituït per un nou poder constituent sempre s’ha produït o bé per impuls o acceptació del poder constituït – de motu propi o per mitja del pacte-. O bé per la via de la insurrecció o la insubmissió.
Aquest imaginari d’una tercera via, per la que un dia ens anirem a dormir amb la legalitat de l’estat espanyol i l’endemà ens llevarem amb la legalitat d’un nou estat català, només té l’objectiu de mantenir viva la flama de la il·lusió, davant les evidències que un procés fàcil, ràpid, sense riscos ni costos no existeix.

Clar que igual del que estem parlant no és d’independència, ni de federalisme, ni tan sols d’un referèndum, sinó de l’inici de la propera campanya electoral d’unes altres eleccions excepcionals o plebiscitàries, que aquest cop es podrien batejar de constituents, com les que s’han repetit a Catalunya des de setembre del 2012.

El resultat de tants moviments tàctics per burlar l’Estat Espanyol és que un altre cop s’està enganyant a la ciutadania de Catalunya.

O pacte o insubmissió. 

PACTO O INSUMISIÓN (VERSIÓN EN CASTELLANO)


Todas las definiciones diversas que a lo largo del tiempo se han hecho sobre el Estado coinciden en que es una estructura política que ostenta un poder de coacción sobre una comunidad humana. Lo que Max Weber llamó “monopolio en el uso legítimo de la fuerza física” o “monopolio de la violencia”, y Marx “el reino de la fuerza de los que ostentan el poder”.

El Estado, a diferencia de otras formas de ejercicio de la violencia, precisa de legitimidad para imponer su coacción organizada.

Como nos explicaba el profesor Jordi Solé Tura, en pleno franquismo, la legitimidad del Estado para ejercer la coacción organizada requiere de la existencia de lazos de pertenencia, de solidaridad, en la comunidad humana en que actúa. Por eso, cuando esta solidaridad o sentido de pertenencia a la comunidad se debilita, el Estado pierde legitimidad. Es lo que ha pasado en Catalunya con el Estado español.

Sobre los mecanismos de legitimación del Estado en el uso de la violencia hay ríos de tinta escrita. Y muy a menudo, realidades como el penal de Guantánamo o la reacción de Erdogan en respuesta –dicen él y su régimen– al fallido golpe de Estado en Turquía nos presentan ejemplos de cuán manipulable es la frontera entre violencia legítima e ilegítima.

En todo caso, para existir como tal, el Estado, además de disponer de legitimidad democrática, necesita disponer de capacidad de coacción.

Y esta es una de las razones, la más importante, de la crisis de los Estados nación en un contexto de economía globalizada, dominada por el poder del capitalismo financiero.

Los Estados nación mantienen los atributos formales del poder, pero son impotentes para ejercer la coacción sobre unos poderes económicos globales que actúan en unos espacios territoriales y temporales que escapan a su actuación.

Esta crisis del Estado se manifiesta claramente en una de sus principales funciones, la de crear normas con capacidad de obligar. La incapacidad de los Estados nacionales para regular de manera efectiva la vida económica y social ha dado lugar a un proceso de degradación del derecho y a la aparición de formas legislativas que podríamos calificar de mutantes.

Curiosamente –o no tanto-, cuanta más dificultad tienen los Estados para regular la economía y la sociedad global, más proliferan las leyes, algunas sin capacidad ninguna de regulación efectiva, que no tienen fuerza de obligar.

Paralelamente, las sociedades adoptan actitudes de negación de esta impotencia y reaccionan mistificando las leyes como solución. El resultado de esta combinación entre impotencia de las política y mistificación social de las leyes es una proliferación legislativa que pretende disimular la falta de políticas efectivas. A menos política, más leyes, es hoy el paradigma dominante.

Esto explica la proliferación de todo tipo de placebos legislativos, diferentes formas mutantes de leyes, que contienen de todo menos normas con capacidad de obligar a su cumplimiento. La modalidad más conocida de estos placebos legislativos es el soft law, que se podría traducir como “derecho blando”.

El soft law es un viejo conocido del derecho internacional, y no es casualidad que sea su espacio natural. El derecho internacional no dispone de un poder con capacidad para ejercer la coacción e imponer las normas que produce. Por eso es frecuente que las resoluciones de Naciones Unidas queden en papel mojado y, en sentido contrario, que acciones del uso de la fuerza a nivel internacional no tengan la legitimidad de ningún poder democrático.

Hace años que el soft law desbordó el espacio del derecho internacional y está inundando las producciones legislativas de muchos Estados. Por ejemplo, con la formulación de códigos de buenas prácticas que toman la apariencia de leyes pero que no lo son. O leyes que tienen toda la apariencia y formalidad que les son propias, pero sin ninguna eficacia obligatoria y a las que cuesta distinguir de programas electorales, proyectos políticos, declaraciones de intenciones o planes de acción gubernamental. Leyes en las que el lenguaje de la parte dispositiva de la norma no se distingue de la exposición de motivos o el preámbulo en el que se exponen los objetivos de la ley.

En España, dos ejemplos muy recientes son la Ley Orgánica para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres de 2007, y la Ley de Economía Sostenible de marzo de 2011.
Este fenómeno global de degradación legislativa se expresa en Catalunya con más intensidad. Porque a la crisis del Estado nación que nos afecta como poder sub-estatal se añaden las limitaciones de la inexistencia de Estado propio y a la vez la ficción de querer actuar como si lo fuéramos. El resultado es que, en Catalunya, la proliferación de normas sin ninguna incidencia reguladora real llega a la cima del paroxismo.

En Catalunya, se usa y abusa del soft law, e incluso se va un paso más allá en la creatividad de formas legislativas placebo que pretenden esconder la falta de capacidad de obligar.

El procesismo, en su necesidad de presentar como fácil, rápido y real un imaginario complejo y complicado de alcanzar, se ha inventado nuevas modalidades legislativas que podríamos calificar como wish law y consolation law. Leyes deseo y leyes consolación. Es la vía catalana, la reacción a una doble negación: la de la crisis de los Estados nación y la de la imposibilidad de construir un nuevo Estado sin disponer del monopolio de la fuerza.

Esta legislatura está siendo prolífica en la producción de proyectos de leyes que no tienen ninguno de los atributos propios de una ley: contener derechos y obligaciones con capacidad de imponer su cumplimiento.

Un ejemplo de Wish Law es el Proyecto de Ley de Reforma Horaria, que expresa un objetivo no solo loable sino necesario, pero que choca con la falta de capacidad de obligar. Y no solo por la inexistencia de Estado propio, sino también por las dificultades de regular un hecho que tiene dimensiones humanas pero también económicas frente a unos mercados y una economía globalizada que ejercen de facto esta fuerza reguladora. Un deseo, un objetivo político, por muy digno que sea, no es una ley.

La degradación legislativa afecta especialmente al ámbito tributario, no en vano es uno de los ámbitos en los que nació el Estado nación y en el que más resistencias ofrece a desaparecer. A la vez, es uno de los espacios en que se hace más evidente la fuerza reguladora de la economía global, vía dumping fiscal, que acaba vaciando de fuerza real a los Estados.

Ante las limitaciones competenciales en materia tributaria reiteradas por el Tribunal Constitucional, algunos partidos proponen la “desobediencia tributaria”, y plantean recuperar los impuestos anulados por el TC. Obviando que, sin capacidad para obligar a los contribuyentes, sin disponer del monopolio en el uso legítimo de la fuerza física, la normativa tributaria es papel mojado.

Y en un nuevo paso en este tobogán de degradación de la ley, y con ella de la política, se ha producido la aparición de lo que podríamos llamar consolation law.
Para tapar la negativa de JuntsPelSí a la reforma del tramo catalán del IRPF, al impuesto de sucesiones y donaciones y al impuesto de patrimonio, JxSí y la CUP presentan como placebo un impuesto que se disfraza de “grandes fortunas” y al que llaman de “bienes improductivos”.

Todo apunta a que esta ley, si alguna vez entra en vigor, acabará creando un impuesto improductivo en su capacidad recaudatoria que solo tendrá un efecto: limpiar malas conciencias por haber renunciado a hacer pagar más a los que más tienen para financiar políticas sociales; Consolation Law.

En el horizonte de 2017 ya se ha anunciado lo que podría ser la cima de esta estrategia de hacer leyes sin ninguna fuerza de obligar, porque no disponen del monopolio legítimo de la fuerza. Es la llamada Ley de Transitoriedad Jurídica, que tendría como objetivo, dicen sus promotores, la substitución de todo el entramado de legalidad española por una nueva legalidad catalana que, entre otras cosas, serviría para legitimar la celebración de un referéndum unilateral y la posterior declaración unilateral de independencia.

Suponiendo, que es mucho suponer, que el Parlamento de Catalunya, con su actual composición, pueda adoptar una decisión de esta naturaleza –hay que recordar que para reformar el Estatuto de Autonomía es necesaria una mayoría cualificada de dos tercios–, nos volvemos a encontrar de nuevo con el gran obstáculo: las leyes, para serlo de verdad y tener algún tipo de eficacia, necesitan tras de sí un poder con capacidad para imponerlas mediante el uso de la fuerza.

Creer que se puede hacer un RUI que tenga algún tipo de eficacia política o que se puede aprobar una ley que permita el tránsito, de la noche a la mañana, de la legislación española a la catalana, sin acuerdo con el Estado, es negar las evidencias históricas de lo que es un Estado. Sin disponer de la capacidad de coacción que proporciona el uso legítimo de la fuerza propio de los Estados, no es viable este camino mas que en el imaginario ficticio en el que se mueve la política catalana desde hace ya cuatro años.

Estamos otra vez en el punto de partida de un proceso circular que va dando vueltas sobre sí mismo. Para provocar un cambio en el estatus político de Catalunya, además de buscar la legitimidad interna que solo puede dar un referéndum que esté asumido como tal por la inmensa mayoría de la ciudadanía de Catalunya, es necesario que se produzca una transferencia del poder de ejercer la fuerza. Y esto solo es posible o mediante el pacto o mediante la insumisión, una insurrección –que no significa necesariamente el uso de la violencia. El reconocimiento internacional siempre viene después, a pelota pasada, nunca antes.

Dicho así, puede sonar muy fuerte, pero es una de las evidencias en las que coincidieron todos los expertos que pasaron por la Comisión del Proceso Constituyente. Todas las experiencias comparadas, sin excepción, confirman que la substitución de un poder constituido por un nuevo poder constituyente siempre se ha producido o bien por impulso o aceptación del poder constituido –motu proprio o mediante el pacto– o bien por la vía de la insurrección o la insumisión.
Este imaginario de una tercera vía por la que un día nos iremos a dormir con la legalidad del Estado español y a la mañana siguiente nos levantaremos con la legalidad de un nuevo Estado catalán, solo tiene el objetivo de mantener viva la llama de la ilusión, ante las evidencias de que un proceso fácil, rápido, sin riesgos ni costes, no existe.

Claro que quizá de lo que estamos hablando no es de independencia ni de federalismo, ni tan solo de un referéndum, sino del inicio de la próxima campaña electoral de otras elecciones excepcionales o plebiscitarias, que esta vez se podrían bautizar como “constituyentes”, como las que se han repetido en Catalunya desde septiembre de 2012.

El resultado de tantos movimientos tácticos para burlar al Estado español es que otra vez se está engañando a la ciudadanía de Catalunya.
O pacto, o insumisión.

 



 

Aquest article es va publicar originalment a 'Catalunya Plural'

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